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8 de diciembre de 2014

La Democracia Industrial

La idea de la democracia industrial aspira a ampliar la participación y el control de los trabajadores en el ámbito de las instituciones económicas. Se apoya en tres tipos de argumentos.



En primer lugar, en la invocación de unos determinados valores democráticos generalmente defendidos en la mayoría de las sociedades industriales, entre los que ocupa un lugar destacado el derecho inalienable del ciudadano a opinar sobre todo aquello que le concierne.

La vía legislativa es el medio más efectivo de extender la influencia de los trabajadores en la empresa

En segundo lugar, recurre a un cuerpo de principios éticos que se oponen a los problemas de alineación de las sociedades industriales modernas, y que buscan: a) facilitar el desarrollo de las personas con conciencia social y cívica, como paso clave para la satisfacción de ciertos ‘tramos superiores’ de necesidades, que se consideran comunes a todos lo hombres y mujeres, y b) superar los importantes problemas sociales inherentes a todo procedimiento de toma de decisiones no democrático.

Y en tercer lugar, trae a colación numerosas pruebas, cuidadosamente escogidas, de los importantes beneficios socioeconómicos derivados de la participación efectiva.

Como ha señalado Michael Poole (Hacia una nueva democracia industrial, 1995), el objetivo de la democracia industrial es una cuestión compleja que involucra tres dimensiones distintas:

  • 1. Nivel de participación, a saber: la fábrica, la empresa, la industria y la economía.
  • 2. Alcance de la influencia de los trabajadores, que puede ser de dos tipos: 1) o se limita a influir en las decisiones pero no son responsables de las mismas, 2) o los trabajadores tienen un control y una autoridad reales sobre las decisiones concretas.
  • 3. Gama de las cuestiones implicadas, que van desde problemas técnicos del ‘puesto de trabajo’, hasta cuestiones relativas al bienestar y la seguridad, los salarios y las condiciones de trabajo, y otras más amplias como las productivas, comerciales o económicas.

Como nos recuerda el abogado laboralista Raúl Castro [1], la Constitución española, al mismo tiempo que consagra la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado (art. 38), reconoce la función social de la propiedad al subordinar la riqueza al interés general, sea cual fuere la titularidad (arts. 33.2 y 128.1).

Asimismo, el artículo 129.2 establece expresamente: «Los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y fomentarán, mediante una legislación adecuada, las sociedades cooperativas. También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción».

Los intentos de reforma de la empresa capitalista

Los proyectos de reforma de la empresa capitalista, para dar cabida a una mayor participación y control de los trabajadores en los asuntos que le afectan, se han vehiculado a través de los comités de empresa y a través de los sindicatos y la negociación colectiva, o en ocasiones han contado con el respaldo de una legislación estatal favorable. La investigación internacional sugiere que, junto con la acción sindical, la vía legislativa constituye el medio más efectivo de extender la influencia y la implicación de los trabajadores en la toma de decisiones de la empresa.

En conjunto, el grueso de los programas de participación y control de los trabajadores llevados a cabo han sido muy restringidos en términos de alcance, gama y rango de las cuestiones implicadas. Normalmente, se prefieren las formas de implicación de los trabajadores basadas en la ordenación las tareas, la revelación de más información a los trabajadores, así como en instituciones consultivas en vez de las participativas. Es por ello que, para muchos críticos, el resultado logrado es el de una ‘pseudo-participación’.

Además, se ha argumentado que el trabajador individual (a diferencia del representante sindical) a menudo ejerce una escasa influencia en la negociación colectiva y, en contraste con las cooperativas de trabajadores, la formulación de reglamentos cada vez más extensos que cubren toda una gama de prácticas del centro de trabajo produce, casi invariablemente, consecuencias desastrosas en la eficiencia industrial y en la consiguiente disposición a trabajar de forma flexible e inteligente, a la luz de los problemas específicos que van surgiendo en el propio entorno de trabajo.

Según Michael Poole, autor al que seguimos ampliamente en esta cuestión, las ideologías gerenciales han actuado en contra de la expansión de la participación obrera, pues aunque los sentimientos de propiedad tradicionales han sido progresivamente abandonados, éstos fueron sustituidos por la idea de que los directivos de empresa estaban investidos de una pericia indispensable para la organización eficiente de la industria. De hecho, dicha idea se ha convertido en la actualidad en la principal fuente de legitimación de la autoridad de la dirección.

Carlos Javier Bugallo Salomón  

Notas

[1“La participación obrera en la empresa”, en J. F. Tezanos: La democratización del trabajo, 1987

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