Bajo el capitalismo el nudo sobrevivir, la mera existencia –poder cubrir las necesidades básicas— depende de ganar un salario; y el acceso al salario está en manos de una oligarquía. Los propietarios de los medios de producción pueden decidir si emplean o no a los trabajadores y trabajadoras; y tienen, así, poder de vida y muerte sobre la mayoría de los integrantes de la sociedad. Como esta situación de inseguridad, vulnerabilidad e injusticia bajo el “capitalismo puro” es insoportable, se buscan paliativos: de ahí las luchas obreras que en los países centrales del sistema-mundo capitalista desembocaron durante el siglo XX en el Welfare State, el estado asistencial. Hoy estamos asistiendo en esos mismos países euronorteamericanos a su demolición, con un despotismo empresarial recrudecido. Y la situación se nos complica enormemente a causa de la crisis ecológica global –las perspectivas de un ecocidio que desemboque en un masivo genocidio…
Opciones de respuesta
Donella Meadows, la experta en análisis de sistemas y autora principal del famoso informe al Club de Roma Los límites del crecimiento (1972; actualizaciones en 1992 y 2002), escribió en 1997 un notable artículo titulado “Leverage points: places to intervene in a system” [1]. Identificó doce “puntos de palanca” en sistemas complejos, donde “un pequeño cambio en el lugar preciso puede producir grandes cambios en el conjunto”. Por ejemplo, la octava palanca es la “fuerza de los bucles de realimentación negativos, en comparación con los efectos que están tratando de contrarrestar”; y la sexta la “estructura de flujos de información (quién tiene –o no— acceso a según qué clases de información)”. Las palancas más potentes serían los paradigmas sociales (cosmovisiones, más o menos: palanca dos) y la capacidad para trascender los paradigmas dados (cambiando voluntariamente los valores y prioridades que se hallan en la base de los paradigmas: palanca uno).
Si nos atenemos a esta imagen de la palanca, cabe preguntarse: el lugar clave para intervenir en las sociedades contemporáneas ¿no sería la desmercantilización –al menos parcial— de los bienes y servicios esenciales para cubrir las necesidades básicas de la población, y la provisión socializada de tales bienes y servicios? Se trata de sectores tan básicos como energía, agua, vivienda, sanidad, educación, crédito… Una economía basada en los bienes comunes ¿no se asociará con una cultura que reconstruya una noción de bien común?
El gran economista Kenneth Boulding, hace ya muchos años, sugirió que el PIB (Producto Interior Bruto) debería considerarse más bien una medida del coste interior bruto, y que una sociedad racional en un planeta finito debería orientar sus esfuerzos a minimizar este indicador, no a maximizarlo. Minimizar el PIB –que mide los intercambios mercantiles— quiere decir: desmercantilizar.
Necesitamos menos horas de trabajo, menos cosas, menos competencia destructiva
La ruptura cultural decisiva, la que hoy necesitamos, tiene que apuntar contra la mercantilización generalizada, el productivismo y el desarrollismo. Se trataría de romper la identificación entre progreso y crecimiento económico (es decir, producción de bienes y servicios mercantilizados). Necesitamos menos horas de trabajo, menos cosas, menos competencia destructiva, menos estrés, menos desigualdad; y también más cooperación, más seguridad existencial, más democracia, más tiempo para la familia y los amigos, más tiempo libre, más fiesta... Precisamos que la calidad (de la vida, de los vínculos sociales, de los ecosistemas) prevalezca sobre la cantidad: una concepción del progreso “posdesarrollista”, que se identificaría con la vida buena dentro de los límites de los ecosistemas.
La seguridad no es un asunto de la derecha
El colombiano Carlos Granés, que a finales de 2011 ganó el Premio Isabel Polanco de ensayo con su libro El puño invisible, declaraba en una entrevista: “Los indignados tienen todas las credenciales y las virtudes cívicas para ser burgueses ejemplares. Piden casa, trabajo, seguridad, estabilidad… Todo lo que siempre espantó a los revolucionarios. El 68 se esforzaba por no ser burgués. Hoy lo difícil es serlo”. [2] Impresiona esta alucinante redefinición tardocapitalista del concepto “burguesía”: no sería la clase propietaria de los medios de producción, sino ¡las capas sociales que buscan algo de seguridad existencial! Que es una aspiración humana universal, como cualquier antropólogo podría confirmar a don Carlos Granés…
La seguridad, en efecto, es un valor básico para los seres humanos. Y por buenas razones: se ancla en nuestra vulnerabilidad, y en la conciencia de la misma. Somos animales expuestos a las diversas contingencias, vulnerables, dependientes… y más o menos racionales (no me canso de recomendar ese gran libro de Alasdair MacIntyre: Animales racionales y dependientes) [3].
Si falta seguridad y autoconfianza, es imposible el ejercicio de la libertad
La seguridad no es un tema ni una idea de la derecha. Si falta seguridad y autoconfianza, es imposible el ejercicio de la libertad: sobre ello ha insistido con acierto Zygmunt Bauman. [4] Sin seguridad no cabe pensar en la democratización efectiva de nuestra vida política, económica, cultural. En lo que sí se diferencian izquierdas y derechas es en el contenido específico que insuflan al concepto: nosotros queremos seguridad compartida basada en la justicia, frente a dominio militar; seguridad en el empleo, frente a más perros guardianes y policía privada; seguridad frente al riesgo químico, frente a los desastres medioambientales, frente a las aventuras tecnocientíficas que hacen padecer a todos riesgos inasumibles, frente a la arbitrariedad del poder... De otra forma: su seguridad tiene más que ver con los ministerios de Interior y Defensa, y con las empresas privadas de vigilancia; nuestra seguridad tiene más que ver con los ministerios de Medio Ambiente y Trabajo, y con las organizaciones populares. En los tiempos que vienen, necesitamos construir un discurso de izquierdas sobre seguridad que sea inteligente, sólido y creíble.
Ciudadanía social en el siglo XX
Con el desarrollo progresivo de los mercados, la industrialización, la urbanización y la organización obrera, el trabajo asalariado se instala de forma muy profunda. En Europa un largo proceso de luchas y negociaciones, conflictos y acuerdos, condujo –desde finales del siglo XIX, y sobre todo en el XX— a una nueva forma de ciudadanía social ya no asociada a la propiedad privada, sino a lo que cabría llamar –con Robert Castel— propiedad social: un conjunto de protecciones y garantías asociadas con la condición salarial. Pensiones de jubilación, protección frente a la enfermedad o el desempleo, acceso a los servicios públicos: un soporte de derechos y acceso a servicios no mercantiles que van a funcionar como un equivalente de la propiedad privada para garantizar a trabajadores y trabajadoras el mínimo de seguridad y protección necesarios para que la ciudadanía sea algo más que una palabra huera. En ese sentido, uno diría que el ansia de posesión enraíza en nuestra biología a través de la satisfacción de las necesidades básicas (sexo, alimento, cobijo, etc). Poseer (prototípicamente, un territorio productivo) nos otorga cierta seguridad: confiamos en que los recursos poseídos nos permitirán satisfacer nuestras necesidades básicas. Pero supongamos que nuestra organización social nos otorga esa garantía: entonces desaparece el motivo para desear propiedades. Podemos seguir por inercia encarrilados en un fetichismo de la propiedad privada, pero viviríamos mejor si fuéramos capaces de prescindir de él. De forma apodíctica: si existe una buena seguridad social, la propiedad privada no tiene razón de ser. (La otra gran cuestión es, claro, el afán de dominación...). Al respecto, Robert Castel sostiene:
Si existe una buena seguridad social, la propiedad privada no tiene razón de ser
“A falta de ser propietario de bienes, el trabajador se vuelve propietario de derechos. […] El núcleo de esta propiedad social se construyó a partir de lo que se pueden llamar instituciones del trabajo, que consolidaron la condición salarial rodeándola de protecciones: Derecho del trabajo, seguridad social, garantías asociadas al empleo. El estatuto del empleo rompe con la relación contractual donde dos individuos están situados frente a frente. Porque esta relación es individualizada, el empleador siempre prevalece, ya que dispone de reservas que le permiten imponer sus condiciones, mientras que el asalariado está obligado a comprometerse en la urgencia de la necesidad. Pero si existen convenios colectivos, el empleado ya no está solo frente al patrón. Puede apoyarse en reglas previas que fueron negociadas colectivamente y tienen fuerza de ley. Es el colectivo el que protege al individuo que no está protegido por la propiedad.” [5]
En estas condiciones, el ejercicio de la ciudadanía ya no es un privilegio que remite a particularidades sociales monopolizadas por una elite más o menos amplia, como sucedía cuando estaba fundada en la propiedad privada. Se lucha contra el sufragio censitario y la ciudadanía se democratiza: es el ideal del Estado social y democrático de derecho que se materializa parcialmente en algunos lugares, sobre todo en los tres decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Este marco de “propiedad social” y derechos da soporte a amplios sectores de individuos –más allá de la clase propietaria— que pueden realizar sus planes de vida con cierta autonomía. Mientras que en la Europa decimonónica sólo una minoría de individuos –esencialmente la burguesía— podía desarrollar proyectos vitales autónomos y ejercer plenamente la ciudadanía, en muchas sociedades europeas del siglo XX una mayoría social accede a esa posibilidad. Para esta mayoría social, la libertad individual está objetivamente ligada a la igualdad y a la calidad del vínculo social. Huelga señalar que esa dinámica no es irreversible, y que de hecho se quiebra a partir de los años setenta, cuando van logrando avances decisivos los ideologemas y las políticas de lo que solemos llamar neoliberalismo.
Seguridad existencial (en vez de crecimiento económico)
De entre las grandes respuestas históricas a la necesidad humana de seguridad, al menos dos siguen hoy interpelándonos y preocupándonos: en tiempos precapitalistas, la pequeña comunidad altamente integrada; en tiempos capitalistas, el Welfare State.
Pero ahora somos más de siete mil millones de personas viviendo en un “mundo lleno”, ecológicamente saturado… Tendríamos que inventar una tercera respuesta histórica. Y no puede basarse en la huida hacia adelante (expansión económica constante) con la que también contaba el keynesianismo del Welfare State.
Éste último ha sufrido una erosión incesante a partir de los años ochenta del siglo XX. Se ha ido imponiendo lo que podríamos llamar el “modelo low-cost”: me refiero a la combinación de empleo precario, bajos salarios, bajos precios, desprotección social, inseguridad existencial y externalización masiva de costes ecológicos. Se trata de un aspecto central del mundo que ha ido construyendo la globalización neoliberal. Y sólo resulta viable –claro está–- mientras se siga nadando en un mar de petróleo barato... situación que ya queda detrás de nosotros. El cénit del petróleo (peak oil) ya comenzó en 2005, cuando se alcanzó el techo de extracción del crudo convencional de mejor calidad (según ha reconocido después incluso un organismo tan entregado al productivismo como la Agencia Internacional de la Energía).
Ahora bien: lo importante es el acceso a los bienes básicos para llevar una vida decente, tenga uno empleo o no. El crecimiento de la precariedad y la inseguridad existencial de capas amplias de la población –sobre todo jóvenes y mujeres– durante los últimos lustros de auge de las políticas neoliberales ha tenido como contrapartida el desarrollo de muchos bienes y servicios low cost (posibles gracias a una masiva “externalización” de daños desde el centro a las periferias), que compensan parcialmente la pérdida de bienes públicos, derechos sociales, protección laboral, seguridad existencial… y así garantizan cierto nivel de paz social
Pero resulta impensable hacer frente a la crisis ecológica sin interiorizar gran número de costes externos, “externalidades” de tipo social y ecológico: esto choca contra la expansión del low-cost y, por tanto, pone en peligro esa especie de pacto social neoliberal (tú aceptas la precariedad y, aunque no puedas acceder a una vivienda digna, podrás comprarte un coche o volar barato a destinos exóticos). Cabe concebir, sin embargo, una estrategia de izquierdas ofensiva que combinase elementos de reparto del empleo y una propuesta de nuevo pacto social, antagónico al neoliberal, ofreciendo seguridad (en las distintas dimensiones de la existencia humana y, en particular, en el acceso a esos bienes básicos de los que hablé antes) a cambio de que la sociedad aceptase la idea de responsabilizarnos de nuestros actos, asumiendo los costes sociales y ambientales de los mismos.
Por un pleno empleo no productivista
Sería el final del empleo basura, de la comida basura, de los vuelos baratos... Se puede ver como una recuperación del Estado social y democrático de derecho (mal llamado “Estado del bienestar”) que incorporase centralmente la dimensión ecológica. Esta estrategia podría plantearse un pleno empleo creíble en las nuevas condiciones en las que nos encontramos, un pleno empleo no productivista. Trabajar menos, y trabajar todos y todas, para transformar la sociedad en una “sociedad del tiempo liberado".
La New Economics Foundation propone un cambio radical en lo que se considera una semana laboral «normal»: bajar de 40 horas (o más) a 21 horas. La semana laboral de 21 horas (o su equivalente distribuido a lo largo del año, o más bien de períodos más largos) debería convertirse en la norma que el gobierno, el empresariado, los sindicatos, los trabajadores, y todos los demás normalmente esperan: “Una semana laboral «normal» de 21 horas podría ayudar a abordar una serie de problemas urgentes e interrelacionados: exceso de trabajo, desempleo, consumo excesivo, altas emisiones de carbono, bajo bienestar, desigualdades consolidadas, así como la falta de tiempo para vivir de una forma sostenible, preocuparse por los demás, y simplemente disfrutar de la vida” [6].
Trabajar menos, y trabajar todos y todas, para una “sociedad del tiempo liberado"
También resulta muy sugerente la perspectiva 4 en 1 de la filósofa alemana Frieda Haug: cuatro tramos de tiempo en un día. Cuatro horas de trabajo asalariado, cuatro horas de un trabajo para nosotros/as mismas, cuatro horas de cuidado y cuatro horas de trabajo para la comunidad o de trabajo político, como forma de rearticular los modos del hacer y la idea misma de lo común. Aquí es importante contar con el Estado (a varios niveles, incluyendo el municipal) como “empleador de último recurso”. Pleno empleo políticamente garantizado para reconstruir la conciencia de clase y la fuerza social de los de abajo [7] .
En los casos mencionados se trataría de una política ambiciosa de reducción del tiempo de trabajo vinculado a los ingresos laborales, concebida no como una medida coyuntural, sino como una estrategia a largo plazo para regular el metabolismo naturaleza-sociedad y para transformar a esta última [8].
Tal y como apunta el economista francés Michel Husson: “El combate por una reducción masiva del tiempo de trabajo se basa en exigencias elementales, certificadas además por el derecho burgués (un empleo y condiciones de existencia decentes), pero se opone frontalmente al capitalismo contemporáneo que funciona más que nunca basándose en la exclusión”. En concreto:
El capitalismo contemporáneo funciona más que nunca basándose en la exclusión
- “Un reparto igualitario de las horas de trabajo conduciría hoy a una duración semanal del orden de treinta horas [en un país como Francia], que aún podría bajar más con la supresión de empleos inútiles que se hacen necesarios por la no gratuidad de los servicios públicos o por el crecimiento de los gastos ligados a una concurrencia improductiva. El nivel de vida mejoraría principalmente por la extensión de los derechos sociales (derecho al empleo, a la salud, a la vivienda, etc.) asegurados por unos recursos socializados (gratuidad o cuasi gratuidad). La reducción del tiempo de trabajo y la prohibición de los despidos plantean en concreto la cuestión de una desmercantilización de la fuerza de trabajo que choca de inmediato con dos obstáculos: el reparto de las riquezas y el derecho de propiedad. Su materialización pasa por tanto por una contestación práctica de las relaciones sociales en el interior de las propias empresas, en forma de un control ejercido por los asalariados sobre los contratos, las condiciones y la organización del trabajo. Se apoya al mismo tiempo en la garantía de recursos de los trabajadores y la continuidad de la renta, implicando un cambio radical en la distribución de las riquezas producidas. Se trata por tanto de articular la liberación del tiempo y la transformación del trabajo, no de oponer la reivindicación de un ingreso garantizado a la de un nuevo pleno empleo…” [9]
Una sociedad de pleno empleo no productivista es sencillamente impensable sin que la política de tiempos de trabajo y de vida se convierta en un eje central de acción sociopolítica –no sólo para los sindicatos o ciertas asociaciones sectoriales: ha de ser un proyecto de sociedad.
En definitiva, mi propuesta sería:
- Reducción del tiempo de trabajo formal y remunerado, de manera que se pueda disfrutar de mucho más ocio (entendido no como consumismo en el tiempo libre, sino como actividades autotélicas –aquellas que se buscan por sí mismas, no como medio para otros fines; lo que hacemos por el gusto de hacerlo—, que son una de las claves principales de la vida buena)
- y disponer de mucho más tiempo para la participación sociopolítica…
- …y buscando las condiciones para que la reducción del tiempo de trabajo se traduzca en nuevo empleo (ello dista de ser automático), con control de las trabajadoras y los trabajadores sobre la creación de empleo.
- Extensión de la gratuidad o cuasi-gratuidad de los bienes básicos y los servicios sociales esenciales.
- El Estado como empleador de último recurso, creando un “tercer sector” de utilidad social para atender a las demandas insatisfechas (por ejemplo una parte de las que se refieren a la “crisis de los cuidados”). Así, el pleno empleo estaría garantizado políticamente.
- Todo el trabajo socialmente necesario (remunerado o no, productivo o reproductivo, asalariado o voluntario) daría lugar directamente a derechos de protección social, vale decir, incluiría en el sistema de Seguridad Social de forma directa (y no por matrimonio, filiación u otras situaciones).
- Y, claro está, las herramientas más clásicas: políticas activas de empleo; formación continuada a lo largo de toda la vida laboral; sistemas renovados de recalificación profesional.
1 Mensaje
09:03
Y, además, constantemente los ejércitos degradan los empleos, la libertad y pervierten el concepto de seguridad para beneficiar a unos pocos.
La clave,una vez más es cambiar del paradigma de dominación-violencia al de cooperación-no violencia. De ello hablamos en nuestro libro: "Política no violenta y lucha social"
Colectivo Utopía Contagiosa
Responder a este mensaje