La legitimidad de la Administración Pública
Inversamente, los regímenes dictatoriales conducen a la politización de los servicios públicos, a la supresión de las instancias locales, al rechazo del reconocimiento a los agentes públicos de sus derechos frente al Estado y la ‘puesta en suspenso’ de los controles, reducidos únicamente a los aspectos técnicos. [1]
Así en las primeras sociedades democráticas liberales, la legitimidad de la Administración Pública depende básicamente de la legitimidad del poder político, ya que su pretensión es la de ser un mero representante vicario del Estado. Adicionalmente a los trabajadores de la Administración se les exigirá, cada vez con mayor insistencia, que ejerzan su trabajo de forma imparcial, objetiva y según las reglas establecidas, lo que conduce a la despolitización de la función pública. Sin embargo cuando entramos en el Estado de Bienestar y se produce la ampliación de las esferas de actividad del Estado, el sistema político ha de recurrir a motivos no sólo jurídicos de legitimidad –como hizo en el pasado-, sino también a criterios éticos, económicos y procedimentales que justifiquen tal intervención.
Los criterios éticos apuntan tanto a la redistribución de los recursos económicos (política distributiva) como a la provisión de bienes y servicios distintos de los demandados en el mercado, considerados aquéllos de mayor interés público (bienes preferentes). Por su parte, los criterios económicos de tipo empresarial serían tres: eficacia (se consigue el resultado deseado), eficiencia (ratio razonable entre resultados y recursos empleados) y calidad (se satisface o excede las expectativas de los consumidores). Finalmente también los métodos de gestión suponen un criterio de legitimidad, en el que confluyen valores como la receptividad, la flexibilidad, la participación, la responsabilidad y la honestidad.
La Administración pasa, así pues, de ser una variable dependiente de la legitimidad del sistema político a una variable que influye decisivamente en la legitimidad del sistema, ya que éste requiere para legitimarse, e incluso para sobrevivir, del logro de estos distintos criterios. [2]
La multiplicación de criterios legitimadores dio como resultado, en las últimas décadas del siglo XX, al surgimiento de una corriente ‘modernizadora’ de la Administración pública con distintos fines. Así, surgen políticas tendentes a incrementar los mecanismos consultivos y de participación ciudadana; políticas de privatización, desregulación, generación de mercados internos y competitividad entre empresas públicas o semipúblicas y privadas, o formas de colaboración entre el sector público y el privado; el desarrollo de nuevos sistemas de contabilidad y presupuestación; políticas de control de calidad, orientada al ‘cliente’; políticas de reducción de plantillas y de control de los empleados públicos; y programas de formación y capacitación de los empleados restantes (empowerment). El leit-motiv de estos procesos ‘modernizadores’ ha sido el de la filosofía liberal con su culto al mercado, los valores del individuo cliente, la privatización, el mercado, la eficiencia y el ahorro. [3]
Al conjunto de estas nuevas iniciativas en el terreno de la Administración se le conoce como gerencialismo o escuela del management (en inglés, gerencia), que incorpora algunos principios de la gerencia empresarial. Esta orientación desplaza el acento del control y la responsabilidad en el cumplimiento de normas y procedimientos, al control y responsabilidad en los resultados. Separa la concepción y formulación de las políticas y las estrategias, que se asignan a los ministros políticamente nombrados, de su ejecución, que se asigna a los funcionarios públicos, ahora conceptualizados como gerentes públicos. De esta manera se acota y reduce la responsabilidad de los ministros, que ya no abarcan la ejecución, sino sólo la formulación de políticas. A los gerentes públicos se les asignan sectores específicos de implementación, delimitados y separados, cuyos resultados serán evaluados mediante su contraste con medidas de desempeño objetivas, expresadas en indicadores (completadas en algunos países con medidas de transparencia y control social). De este modo se habría paso a la contratación de los servicios, ya fuera con agentes estatales, con corporaciones locales, con el sector privado o con organizaciones no gubernamentales; pues se asumió que el ciudadano, ahora conceptualizado como cliente, no le interesaba la naturaleza del ente prestador del servicio, sino el estricto cumplimiento por éste de los términos contractuales con el Estado. [4]
Empero esta concepción de la Administración Pública pronto dejó insatisfechos a muchos, y por ello desde mediados de 1990 se pone en marcha un nuevo concepto, una nueva orientación por parte de la Ciencia de la Administración: la gobernanza. Ésta aparece no como anulación de los conceptos anteriores, sino como modulación y reequilibrio. Se fundamenta en la convicción de que la legitimidad del actuar público se fundamenta en la calidad de la interacción entre los distintos niveles de gobierno y entre éstos y las organizaciones empresariales y de la sociedad civil. Los nuevos modos de gobernar en que esto se plasma tienden a ser reconocidos como gobierno relacional o en redes de interacción público-privado-civil a lo largo del eje local/global. La orientación a la gobernanza cambia estructuras organizativas –requiere introducir flexibilidad-, perfiles competenciales de los gerentes –la interacción requiere dosis extraordinarias de visión estratégica, gestión de conflictos y construcción de consensos-, cambio en los instrumentos de gestión –paso del plan a la estrategia, por ejemplo-, al tiempo que, desde una óptica democrática, multiplica el valor de la transparencia y la comunicación. Sin embargo no hay modelo único de gobernanza, pues sus estructuras deben diferir según el nivel de gobierno y el sector de actuación administrativa considerados. A diferencia del universalismo de los enfoques burocrático o gerencialista, la gobernanza es multifacética y plural, pues busca la eficiencia adaptativa y exige flexibilidad, experimentación y aprendizaje por prueba y error.
La gobernanza se opone así al concepto clásico de gobernación. Si durante mucho tiempo las instituciones de gobernación se han identificado con las instituciones del Estado y se han considerado como acciones de gobernación sólo las procedentes de sus órganos, los cuales actuaban por el interés general frente a los intereses particulares, con la gobernanza se hace partícipes a los particulares, empresas y organizaciones de la sociedad civil de la tarea de definir precisamente ese interés general. De gobernados pasan a ser actores de la gobernación. [5]
Si bien es cierto que esta nueva orientación de la Administración Pública incorpora elementos progresivos en un sentido democrático, no podemos dejar de destacar también aquí su raigambre genuinamente antiestatista. En efecto, creemos que la gobernanza entronca directamente con el pluralismo político, filosofía que propone como modelo de sociedad aquella compuesta por muchos grupos o centros de poder, aun en conflicto entre ellos, a los cuales se les asigna la función de limitar, controlar, contrastar e incluso de eliminar el centro de poder dominante históricamente identificado con el Estado. Aunque ello puede suponer una corrección a las tendencias autoritarias del Estado moderno, también puede implicar un ‘nuevo feudalismo’, es decir la carencia de un verdadero centro de poder, predominio de los intereses sectoriales o corporativos, de las tendencias centrífugas sobre las centrípetas. [6]
La democratización de la Administración Pública
Ante las crecientes demandas de más y mejor democracia, puede parecer que la idea de democratizar la Administración Pública resulte un objetivo contradictorio, pues la democracia exige una Administración no democrática, esto es, subordinada a al poder político y controlada por éste. Pero de acuerdo con Quim Brugué y Raquel Gallego, se puede aducir al menos tres razones para esta democratización: porque mejora a la propia democracia, porque aumenta la eficiencia y la eficacia administrativa, y porque mejora el rendimiento institucional a través de la potenciación del capital social.
1. Democratizar la Administración mejora la democracia porque permite completar la participación en la política con la participación en las políticas; y porque permite completar y superar algunos de los límites de la participación universal (mediante el sufragio) con las fórmulas más focalizadas y especializadas de participación en forma de red, o participación ‘ad hoc’ sobre temas concretos.
2. Democratizar la Administración mejora la eficiencia y la eficacia, porque resulta razonable afirmar que la inclusión de todos aquellos con intereses en un determinado asunto facilita el proceso decisional y, al mismo tiempo, reduce las resistencias externas que cualquier actividad pública puede eventualmente generar. Estas ventajas se deducen de la capacidad de las organizaciones inclusivas para generar legitimidad. La legitimidad del proceso decisional es crucial en la medida que genera colaboración externa y colaboración interna, ampliándose la esfera del consenso.
3. Democratizar la Administración mejora el rendimiento institucional, pues convierte a la Administración en ámbitos de explicitación de problemas, de deliberación y negociación para la consecución de acuerdos. De esta manera se mejora la capacidad de la Administración Pública de dar respuesta a las necesidades sociales y de ser efectiva en sus actuaciones, esto es, en sus interacciones con la sociedad; y se crea capital social, es decir, actitudes ciudadanas de confianza, compromiso, asociación, cooperación y reciprocidad. [7]
Según estos mismos autores, la democratización de la Administración Pública podría orientarse en las siguientes direcciones:
En primer lugar hay que avanzar en la transformación de las relaciones internas. Esto implica al menos tres facetas:
a) horizontalizar los organigramas, es decir, facilitar el diálogo interorganizativo.
b) renovar la cultura organizativa, que equivale a generar dinámicas de trabajo que centren su atención en los empleados, es decir en su participación y su motivación.
c) mejorar la gestión de procesos (para lograr una mayor eficiencia, eficacia y calidad en la producción de rendimientos) apoyándose en la desjerarquización operativa y la introducción de nuevas tecnologías de la información.
En segundo lugar hay que avanzar en la transformación de las relaciones con el exterior. La Administración debe desarrollar mecanismos relacionales para conocer y saberse mover en el entorno para el que trabaja. A ello ayudaría la formulación de planes estratégicos y un enfoque transversal de los problemas (que los considere como relacionados y no de forma aislada), de cara a la coordinación de las respuestas administrativas.
Estos cambios no supondrían un sustituto de la democratización de la política, sino sólo un complemento; nos permitirían profundizar en la dimensión participativa de la democracia, al tiempo que incrementa la sana necesidad de la Administración de rendir cuentas ante los ciudadanos. [8]
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