La complejidad e importancia de estos factores se revela en el hecho de que, más allá de una tendencia hacia el aumento a largo plazo, el crecimiento del gasto público se desarrolla a través de fases y ritmos desiguales en cada país. [1]
En lo que se refiere a los factores generales que empujan a este crecimiento del Sector Público, hay varias aproximaciones al tema, que pasamos a resumir.
Función de apoyo a la acumulación económica y a la legitimación política
Desde un punto de vista muy abstracto y general, James O’Connor ha formulado dos importantes proposiciones en relación con el papel económico del Estado. La primera de ellas, que el Estado capitalista debe tratar de satisfacer dos funciones básicas y a menudo contradictorias, que son la acumulación y la legitimación. En sus mismas palabras:
«Esto significa que el Estado debe intentar mantener o crear condiciones en las cuales sea posible la acumulación rentable de capital. Además, el Estado debe tratar también de mantener o crear las condiciones necesarias a la armonía social. Un Estado capitalista que empleara abiertamente sus fuerzas coercitivas para ayudar a una clase a acumular capital a expensas de otras clases, perdería su legitimidad y socavaría por tanto el fundamento de la lealtad y el apoyo de que gozara. Pero un Estado que ignorara la necesidad de favorecer el proceso de acumulación de capital se arriesgaría a agotar la fuente de su propio poder: la capacidad de la economía de generar excedentes y los impuestos sobre este excedente (como sobre otras formas de capital)».
Esta concepción –asegura O’Connor- contrasta claramente con el pensamiento conservador moderno, según el cual el sector estatal crece a expensas del sector privado. [2]
Pero también contrasta con versiones muy simplificadas del marxismo, que hacían del Estado un mero testaferro de los capitalistas. Las interpretaciones marxistas recientes y más completas del papel económico del Estado lo presentan como una entidad relativamente autónoma, o sea:
- De las clases dominantes, dada su incapacidad para organizarse como fuerza política: ello obliga al Estado a intervenir para realizar su hegemonía política; pues la existencia de distintas fracciones en las clases dominantes (terratenientes, capital industrial, capital financiero, etc.), y la necesidad de ofrecer un frente unido ante las clases subalternas, fuerzan al Estado a representar un papel crucial para organizar a las clases dominantes como fuerza política y para desorganizar políticamente a las clases dominadas;
- De las estructuras económicas, que lleva al Estado a desafiar continuamente los intereses económicos a corto plazo e incluso a largo plazo de sectores particulares del capital.
Se produce así un ‘equilibrio inestable de compromisos’ entre las distintas clases y grupos sociales por medio del Estado, que ofrece las bases para la serie de reformas sociales y económicas obtenidas tras la Segunda Guerra Mundial, pero que sin embargo dejan intacto el poder del capital y el aparato represivo del Estado en el que se basa en última instancia. [3] Así, podemos afirmar que «el Estado moderno se ha convertido en el espacio donde se resuelven gran parte de los conflictos sociales y políticos de la sociedad contemporánea». [4]
De lo expuesto podemos afirmar que el Estado capitalista e interventor es una realidad social altamente compleja, que no ha evolucionado hacia un modelo único sino plural -casi tantos como países desarrollados-, y en cuyo desarrollo han influido tanto las condiciones de partida como la historia económica, política e institucional de cada país. Y no sólo el movimiento obrero y la izquierda política contribuyeron al desarrollo del Estado interventor, sino también líderes políticos que procedían de partidos liberales y conservadores, sobre todo en sus primeras etapas. [5]
Para llegar a estas conclusiones, el pensamiento marxista ha debido abandonar, como hemos dicho antes, ciertas exposiciones simplistas e instrumentales del Estado contemporáneo. Ello se ha conseguido, según creemos, a partir del reconocimiento de los siguientes órdenes de hechos:
1. En una formación social dada, pueden convivir más de un modo de producción; y por lo tanto, en el campo de la lucha de clases, existir varias clases y fracciones de clases, y eventualmente, varias clases y fracciones de clases dominantes, que conforman un ‘bloque en el poder’. No se trata de un ‘reparto del poder’ dentro del Estado, sino de una ‘unidad contradictoria’ que determina una forma particular del Estado, en el que una clase o fracción puede asumir un papel hegemónico o dominante. [6]
2. La intervención o mediación del Estado en los antagonismos sociales no implica solamente el eventual uso de la represión (en sus distintas variantes: prohibiciones, restricciones, hostigamiento/terror y vigilancia), sino también otras dos posibilidades: a) saber desplazar y encontrar canales seguros para las contradicciones en medio de las cuales ejerce su dominio; b) el apoyo puntual a las clases y grupos dominados, que se puede realizar por lo menos en tres áreas: 1) para fortalecer la conexión entre dominadores y dominados, aumentando así la colaboración de éstos al sistema de dominio; 2) para vincular a las clases dominadas con el sistema global de dominación al oponerse a las particularidades y arbitrariedades de los miembros de la clase dominante; y 3) para mediar entre los miembros particulares de las clases dominadas, resolviendo sus conflictos entre ellos. [7]
Los problemas del Estado capitalista
A) Las contradicciones.
La segunda proposición de James O’Connor a tener en cuenta, es que la actividad económica del Estado resulta un proceso contradictorio que genera tendencias hacia crisis económicas, sociales y políticas. Aquí O’Connor desarrolla dos líneas de análisis:
1. A pesar de que el Estado socializa cada vez más los costes sociales, el excedente social (incluyendo los beneficios) continúa siendo apropiado por el sector privado. La socialización de los costes y la apropiación privada de los beneficios crean una crisis fiscal, o ‘vacío estructural’, entre los gastos y los ingresos estatales. De ello resulta una tendencia de los gastos estatales a incrementarse más rápidamente que los medios para financiarlos.
2. Por otro lado, la crisis fiscal se agrava como consecuencia de la apropiación privada del poder estatal para fines particulares. Un sinnúmero de ‘intereses particulares’, grandes empresas, industrias, grupos comerciales, regionales y otros, presionan para dedicar el presupuesto a distintas clases de inversión. También trabajadores sindicados y pobres exigen una expansión de los gastos sociales. Prácticamente ninguna de estas reivindicaciones está coordinada por el mercado. La mayoría de ellas se cursan a través del sistema político y se ganan o pierden como consecuencia de una lucha política. Es por ello que los programas públicos adolecen de gran cantidad de pérdidas, duplicaciones y superposiciones. Algunas exigencias son antagónicas y se anulan mutuamente; otras resultan diversamente contradictorias. Los proyectos de inversión y de gasto social desembocan en un proceso altamente irracional desde la perspectiva de la coherencia administrativa, de la estabilidad fiscal y de la acumulación de capital privado potencialmente rentable. [8]
B) La legitimidad.
Tampoco conviene llevar muy lejos la idea de una supuesta legitimación del Estado interventor. Es cierto que para la teoría política moderna, la legitimidad es el atributo del Estado consistente en la existencia, en una parte relevante de la población, de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. [9] Pero el problema de esta concepción de la legitimidad, como ha señalado con énfasis David Held, es que no tiene en cuenta los distintos motivos que pueden llevar a obedecer una orden, respetar una norma o estar de acuerdo o consentir en algo. Según este autor podemos consentir o aceptar porque:
a) No hay otra elección (siguiendo órdenes).
b) Nunca se ha pensado sobre ello y se hace como se hizo siempre (tradición).
c) Nos da igual una cosa que otra (apatía).
d) A pesar de que no nos gusta la situación, no podemos imaginar realmente las cosas de otro modo y aceptamos lo que parece ser el destino (consentimiento pragmático).
e) Estamos a disgusto con las cosas tales como son, pero a pesar de ello las acatamos, con el fin de garantizar un fin; consentimos porque a largo plazo nos conviene (aceptación instrumental).
f) En las circunstancias actuales, y con la información disponible en el momento, llegamos a la conclusión de que es ‘bueno’, ‘correcto’ o ‘adecuado’ para nosotros como individuos o miembros de una colectividad: es lo que nosotros genuinamente debemos o deberíamos hacer (acuerdo normativo).
g) Es lo que en circunstancias ideales –con, por ejemplo, todos los conocimientos que quisiéramos, todas las oportunidades de descubrir las circunstancias y requisitos de otros- habríamos aceptado hacer (acuerdo ideal normativo).
Parece evidente, de acuerdo con David Held, que el término ‘legitimidad’ debería reservarse únicamente a los casos f y g, es decir, en los casos en los que las personas realmente piensan que las leyes y normas son justas y dignas de respeto. [10]
Además una cosa es la legitimidad política, que otorga la democracia, y otra la legitimidad económica, que no siempre está garantizada por depender de los cambios de gobierno. Y aquí está el quid de la cuestión: ¿está satisfecha la ciudadanía con la actual orientación económica?
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